Pachimotanasana, la asana fundamental


Esta asana es el eje y el núcleo de todas las demás asanas de yoga. Activa y hace funcionar la bisagra esencial de nuestro cuerpo, la bisagra de la cadera, la zona abdominal.

La asana comienza en la posición de sentados en el suelo con las piernas juntas y estiradas, los brazos también estirados por encima de la cabeza. En esta posición nos detenemos un momento hasta que sentimos que estamos perfectamente alineados en ángulo recto, con los brazos extendidos por encima de la cabeza hacia el cielo. Bien estirados los hombros, hasta que nos sentimos estables, perfectamente asentados en el suelo y sin renunciar al cielo, perseverantes, dispuestos.

La mente está atenta, a la expectativa, elástica, como un tigre observando a su presa, a punto para el salto. Somos conscientes de la respiración. Cuando hemos suspendido las oscilaciones del cuerpo y hemos calmado la mente, dejamos caer el tronco hacia las piernas hasta que la frente toque las espinillas. Si no es posible, servirá el ángulo, cuanto más agudo mejor, que podamos realizar entre el tronco y las piernas.

Poco a poco, ayudados por la disposición anterior, nos vamos interiorizando, recorriendo el cuerpo mentalmente desde los dedos de los pies, subiendo por detrás de las piernas y la espalda, recorriendo la cabeza hasta desembocar en un punto del lóbulo prefontral, en el entrecejo. Ahí, dicen los yoguis, se encuentra el chakra Ajna que está asociado con el conocimiento y la intuición y, sobre todo, con la integración de la dualidad entre conocimiento racional y emocional.

Seguimos nuestro recorrido con la mente. Ahora vamos bajando por la zona delantera, fijándonos especialmente en la relajación de la cara, que constituye un termómetro muy exacto de hasta que punto estamos tensos en la postura. Seguimos por el pecho y el abdomen hasta llegar de nuevo a los dedos de los pies. Realizamos el recorrido circular completo dos o tres veces, relajando progresivamente, más y más cada vez, las partes que sintamos tensas porque cuanto más relajadas estén más cómoda y fácil nos resultará la postura.

En el momento que sintamos que hemos conseguido una buena relajación, conscientes de todo el cuerpo, fijaremos la atención en el entrecejo y ahí nos quedaremos, concentrados, conscientes e inmóviles. La respiración abdominal profunda masajea los órganos internos, los pulmones, el hígado, el bazo, el páncreas, los riñones, mejorando la circulación y oxigenándolos. Podemos notarlo perfectamente si estamos en lo que estamos.

Pachimotanasana es una asana de interiorización y recogimiento que facilita enormemente la concentración. También es una reverencia a nuestra vida, simbolizada en esa sístole y diástole que sentimos en armonía con la respiración. Es una reverencia a la vida, al mundo, una aceptación profunda de nosotros mismos, de lo que nos acontece, un consentimiento y una afirmación de lo que está ocurriendo en nuestra intimidad más profunda aquí y ahora.

Esta asana se puede mantener mucho tiempo. Cuando estemos acostumbrados podemos permanecer desde un minuto hasta 20 minutos, pero deberemos deshacerla si se altera la respiración, sentimos sufrimiento o si se nos duermen las extremidades.

Demasiado tiempo en Pachimotanasana

Otros beneficios:
  • Profundización en el propio esquema corporal; mayor finura en la percepción de éste y en el conocimiento del impacto corporal de las oscilaciones mentales y emocionales.
  • Contribuye a un buen alineamiento de la columna vertebral, estirándola y dotándola de mayor flexibilidad.
  • Refuerza los músculos del abdomen y al mismo tiempo reduce la grasa abdominal.
  • Estira el nervio ciático, lo que ayuda a prevenir los problemas de ciática.
  • Combate el extreñimiento.
  • Proporciona un estado de calma y tranquilidad que ayuda a obtener los máximos beneficios de toda la sesión de yoga.

Delacroix y el romanticismo

Un día fuimos a ver la exposición de Delacroix, en Madrid, en Caixa Forum, en pleno romanticismo. El nuestro, atemperado y maduro, de pareja que se ama y se admira; el suyo solitario, salvaje y aventurero, triste y desesperado como muestra su autoretrato de 1837. Otro autorretrato, al lado, en la misma exposición y en la misma pose, tres años más tarde, pintado con una frialdad valiente de desesperado, nos muestra a Delacroix mucho más delgado, demacrado, muy triste, algo asustado, rondando la muerte. En su biografía escrita en la pared dice que en 1840 estuvo muy enfermo.

No me gusta especialmente la pintura romántica de Delacroix, creo que ya no me gusta el romanticismo. Yo, aprendiz de yogui, me he adentrado en un camino de intimidad, armonía y conciencia que está muy lejos de esos gestos desesperados, de esos brazos abiertos, de los rostros contraídos, del cuerpo contorsionado, lejos de la fiereza y el exotismo de la vida de Delacroix. Aunque todavía queda la tendencia a la tragedia, a la pasión, al amor y a la muerte. Pero admiro el coraje de Delacroix, su valentía para encarar esa violencia, ese sentimiento trágico, esos escorzos desesperados, esa tortura vital.

Con la misma bravura con la que pinta los efectos de la enfermedad en sí mismo, pinta la fiereza asesina de los mamelucos a caballo con el alfanje en alto lanzándose sobre su enemigo sin mirar la lanza de éste que está a punto de clavársele en el estómago. También impresiona el exotismo de las mujeres, la violencia de los cuerpos desnudos o el cinismo del noble descubriendo el cuerpo de su amante desnuda a su marido, levantando la sábana hasta taparle la cara, como si ella no fuese nada, un objeto.

Salvaje como Lord Byron, cruel también, solitario como Baudelaire, regodeándose en su individualidad y su ser distinto, en su contracorriente, admiro sin embargo su capacidad, su genio, su arrojo, su indiferencia por sí mismo; también admiro su capacidad de trabajo, todos los bocetos que se muestran en la exposición, sus diarios, los cuadros que preparaban otros cuadros, horas y horas de trabajo en su taller, en sus viajes, perfeccionando su arte, ambicioso y consecuente.

Un gran hombre, un romántico, un hombre cargado de cosas, de éxito también, el reverso de la medalla de un yogui. Un hombre en el filo de la navaja, quizá un hombre sin ataduras banales, quizá otra manera de ser un yogui.

Es posible que haya tantas...

Samsara es Nirvana y Nirvana es Samsara

Lo más complicado para un yogui que se encuentra en la encrucijada de Cuatro Caminos no es la duda hacia donde dirigirse en esa plaza de Madrid que se abre al mundo en forma de cruz y se desparrama en una algarabía de gentes y culturas. Lo difícil es ceder al ruido y al barullo sin decir nada, ni un solo comentario.

Estupefacto, parado en una esquina que mantiene a la vista los cuatro puntos cardinales, con los ojos brillantes, no elige. A este yogui le resulta fácil no escoger ningún camino: ni el camino del Norte, ni el camino del Sur, ni el camino del Este, ni el camino del Oeste. Se para en una esquina y contempla a todos, su constante fluir, la belleza de su vitalidad. Mira los rostros y los cuerpos, el ritmo distinto de las horas en este enclave del mundo tan concreto y universal.


Por esa plaza camina gente de todo tipo, jóvenes y viejos, árabes y latinos, ancianos castizos que entonan con su naturalidad calmada el exotismo inquieto de las aceras donde hombres anuncio amarillos compran oro y algunos niños cubanos juegan al futbol en las calles adyacentes. Tiendas de música con las puertas abiertas, el alboroto de un mercado de barrio lleno de mercancías, los vendedores de sueños ciegos en forma de cupón de la ONCE. Los ve fluir, se siente con ellos y no escoge, feliz de estar donde está sin entrar en la vorágine.

Le resulta sencillo porque este yogui ha aprendido durante la meditación a hacer lo mismo con sus pensamientos, con sus emociones, con sus deseos. Sin moverse, en calma, atento a la respiración los ha visto transcurrir, caminar hacia el futuro o surgir desde el pasado, en forma de herida o como un deseo violento. Fluyen sus pensamientos mientras está en meditación. Pasan mientras él los ve desde la esquina de su mente con el rabillo del ojo y una sonrisa cuando la cosa marcha bien. La ira, el cansancio, la duda, el aburrimiento, el sexo, el fulgor del silencio en los instantes de contemplación, sin poner nada, el asombro... También el miedo, como siempre, de perro guardián.

Por eso ahora le es relativamente fácil acompasar la respiración y quedarse quieto en una esquina de Cuatro Caminos para mirar en calma, oler, oír, disfrutar de las gentes, de los sentimientos que también caminan con ellos, de la armonía del ritmo. Quedarse quieto, sin intervenir, sensible a los cambios, sabiendo que pone una historia cuando la pone al ver la cadencia sensual de una exótica muchacha, o sabiendo que pone ternura con un sutil sabor metálico de amenaza en la boca ante la dulce cojera y el esfuerzo sin premio de una anciana con el carrito de la compra.

Para este yogui no es difícil pararse y mirar, dejarse rodear de ruido y de vida, de historias contadas en el color de la piel o en la cadencia de un cuerpo, de la belleza de lo irrepetible o de lo instantáneo. Para este yogui lo difícil es no añadir ni un adjetivo de más, ni un juicio a lo que ve, a lo que siente: esto es bueno y esto es malo, esto me afirma y esto me niega, esto es idiota y esto es sabio, esto lo admito y esto lo rechazo.

Quedarse ahí, sin poner nada, asombrarse de cada cosa, del fluir de los vehículos que paran y arrancan como una oleada de sangre, de los tatuajes, de los cruces, de los pantalones levantacolas llevados con fantasía y orgullo, del ritmo. Sin querer nada y atento a todo porque si lo hace así sabe que eso es visión cabal, y armonía, y belleza.

Entonces Samsara es Nirvana y Nirvana es Samsara.