De Cuatro Caminos a la India


Perdonadme el retraso, pero me fui a la India en volandas. Era un viaje largo tiempo esperado y temido. ¿Cómo sería la India? ¿Respondería a mis ideas preconcebidas, a mis prejuicios, a mis esperanzas, a mis sueños? Todavía no lo sé.

Después de 15 días de viaje, después de haber visitado Delhi, Jaipur, Agra, Orchha, Khajuraho y Vanarasi no lo sé. Después de cientos de kilómetros en coche, un viaje en tren, otro en avión, después de haber visto el Ganges al atardecer en Vanarasi donde remaba un chico joven, silencioso y muy delgado, no lo sé.

La India tiene una aureola. Ir a la India no es ir a cualquier sitio. Yo iba en busca de un mito. Iba a cumplir el sueño de mi madre que, a pesar de ser su deseo más ferviente, nunca pudo viajar a la India, e iba a darle realidad a mis propios mitos: los de los yoguis desnudos que no necesitan nada, omnipotentes casi, porque de tan estoicos se ha hecho independientes de las circunstancias y las limitaciones.

También buscaba el mito de la belleza completa y el asombro místico que, pensaba, solo puede existir en la India. Una mezcla de alegría, melancolía y luz. Y el mito de un visión diferente de la muerte y de la vida donde no gobernamos nosotros sino que nos acompaña la magia, el milagro, la suerte, el destino, el karma, la fatalidad y el grandioso sinsentido de Dios que juega consigo mismo y hace lo que le da la gana.

La India me pareció magnífica, asombrosa, ambigua y profunda, desesperante y, a veces, insoportable. Me resultó dolorosa e inquietante. Para mí fue difícil disfrutarla y muy fácil asombrarme.

En Delhi vuelan las águilas como aquí los gorriones. Y el olor de la India es como un sello, una estampación que la define inconfundiblemente. Es verdad, la India huele en su totalidad como un ser vivo. Un olor inconfundible e indefinible que impregna el aire, seco, grave, profundo, exótico, poderoso y permanente.

Nos levantábamos en el hotel Le Meridien, el mejor hotel en el que he estado en mi vida, abríamos la puerta de la habitación para ir a desayunar y estaba ahí, en el patio lujosísimo donde daban todas las habitaciones y por donde subían y bajaban los ascensores que terminaban hundiéndose en una fuente: era el olor de la India. Salíamos de los restaurantes y ahí estaba, fuera donde fuera.

Amanecía y se recrudecía el olor, como una respiración. Las ciudades que visitábamos se vestían de ese olor, el aire del campo tenía ese olor, detrás de los aromas penetrantes de los platos de comida llenos de salsas de colores estaba ese olor como si fuera un espíritu. Detrás del sudor de sus gentes estaba él, detrás del hedor a pis y basura de las calles; y si pudiera oler a los elefantes, a los camellos o a los tigres también encontraría ese olor que viste el aire, le dibuja y le hace denso y preciso, evocador y vehemente, un punto violento.

En la India el karma existe. Yo no lo había visto nunca, creía que era un cuento indio fruto de la ignorancia, aunque atrayente. Aquí, en mi tierra, en Madrid, en mi plaza de Cuatro Caminos, no existía. Advertía que aquí es posible construirse una vida, perseverar, pedir ayuda con relativos buenos resultados, encauzarse, insistir, buscar, dar sentido. Si no ocurre así, es una injusticia que hay que corregir.

En la India el karma existe. La gente se muere en las calles sin solución, la pobreza inconcebible está en cualquier sitio y te persigue sin esperanza, las castas siguen existiendo como un poder oculto, inabarcable y sobrenatural de la condición humana. Todos barren y nadie recoge en las calles; los ciclistas, las motos y los risckshaw se doblegan ante los chóferes de los Toyota de los turistas o los grandes todo terrenos, mis compañeros los cojos se arrastran por las aceras polvorientas, los leprosos se ganan la vida con la lepra, los comerciantes te intentan engañar con el precio sabiendo que es un juego que tú también tienes que jugar. Tienen su karma y pertenecen a una casta. Casi nadie pide, aunque pida. De una manera muy dulce exigen porque tienen derecho, insisten e insisten, es su destino.

En la India la desgracia está a la misma altura que la dicha, incluso tiene un estatus superior. La monstruosidad convive con la belleza, la crueldad es una manifestación de dios, el calor es agobiante, la basura vive junto a la magnificencia de sus edificios asombrosos, etéreos, abiertos, oníricos, medio derrumbados a veces. Todo es extraordinario, grandioso e incomprensible. Te puedes adecuar, admirarte, repudiarlo o simplemente pasar por delante sin conmoverte, pero no lo puedes entender. Quizá por eso es un país tan difícil de ver, tan asombroso, tan espantoso, tan indignante.

Y también está la dulzura de sus gentes en la intentona por conseguir algo sin la protesta de no conseguirlo, tirada en las calles, sin amargura, resignada y atenta. Está la belleza esplendorosa y refleja de sus saris llenos de colorido, de las gruesas y nobles trenzas del pelo que divide la espalda de muchas de sus mujeres, las aparatosas narices de los hombres, sus dientes blancos y su mirada intensa sobre el fondo pardo y cálido de su piel, como una manifestación del esplendor y la grandeza sagrada de la realidad, esotérica y misteriosa, una manifestación de un dios tremendo, lejos de toda medida, solo accesible a los iniciados.

Esta concepción grandiosa de la realidad, en perpetuo cambio, fluida, sin calificativos de buena o mala, donde todo es necesario y constituye una manifestación de Dios se palpa en toda la India. Fabulosos tesoros y riquezas surgen entre la pobreza más absoluta, donde la gente vive y muere en las calles. La crueldad y la injusticia, la explotación, los disturbios y las actitudes mafiosas conviven con el ascetismo extremo del yoga, con personas que no necesitan nada, y con ahimsa, la no violencia, y el respeto a la vida seguido de manera radical.

En la India puede ocurrir cualquier cosa, y cualquier afirmación que hagamos puede ser verdad, pero sólo será verdad algunas veces. Este país ha entendido mejor que nadie la profunda dialéctica de la realidad que se explica a través de su religión, el hinduismo. Brhama, Shiva y Visnhú personifican respectivamente al dios creador, al dios destructor y al dios preservador del equilibrio interno de esta dialéctica. La creación y la destrucción son dos aspectos de la realidad. Ambas son fundamentales para la vida y han de estar equilibradas.

El orden y el caos están íntimamente interrelacionados y deben guardan un equilibrio que preserva Visnhú. La belleza y la armonía más exquisita conviven con la fealdad, más aún, con la monstruosidad, pues no se puede calificar de otra manera la extraordinaria anormalidad de algunas actitudes o personas que vemos en las calles. En la India te puedes esperar cualquier cosa, por eso es tan difícil relajarse.

¿Qué quedará de mi viaje? Ahora me atormenta la sensación de que no le he aprovechado lo suficiente, que no he sabido disfrutar sino solo sobrevivir, que no he logrado conectar. ¿Pero es posible conectar con la India en un primer encuentro? ¿Es posible dejarse ir y aceptar la lejanía mítica de la India, la convivencia de la basura y la magnificencia, del caos, de la opresión que ejercen los pobres, los pedigüeños, los lisiados, los guías y los vendedores?

¿Es posible dejarse ir y disfrutar de tanta belleza que se manifiesta en medio de tanto padecimiento, sin un solo adorno, sin conciencia de sí misma ni en el que la lleva, sin más premio que esa crueldad extrema y grandiosa de aparecer entre los mendigos, en los ojos de los niños harapientos o en las mujeres mínimas acuclilladas en las aceras con sus saris rotos y luminosos? ¿Es posible disfrutar de la belleza en la rueda infinita del sufrimiento de la vida, en el Ganges putrefacto surcado por barquitas mínimas con una flor y una vela encendida que se adentran a la deriva mientras anochece?

No lo sé. Todavía siento que está formándose en mi cerebro y en mi alma la imagen primordial del viaje, su sentido, el fijador que lo estabilice, la forma de apropiarme de él, de hacerlo mío y que ejerza su capacidad transformadora. Veo las fotos y no son todavía mis fotos. Ahondo en mis recuerdos, en mi alma y no hay nada firme, solo una sensación brumosa y al mismo tiempo grandiosa, como los amaneceres en Delhi.

Ahora en mi plaza de Cuatro Caminos, en Madrid, en España, vuelvo a mi cordura y a mi costumbre. Al anochecer me dejo ir en la meditación y contemplo mi mente ya más calmada, enriquecida y extrañada, asombrada y cansada, y a mi alma melancólica por aquella gracia y aquel enigma, conforme y sin embargo todavía irritada.