Samsara es Nirvana y Nirvana es Samsara

Lo más complicado para un yogui que se encuentra en la encrucijada de Cuatro Caminos no es la duda hacia donde dirigirse en esa plaza de Madrid que se abre al mundo en forma de cruz y se desparrama en una algarabía de gentes y culturas. Lo difícil es ceder al ruido y al barullo sin decir nada, ni un solo comentario.

Estupefacto, parado en una esquina que mantiene a la vista los cuatro puntos cardinales, con los ojos brillantes, no elige. A este yogui le resulta fácil no escoger ningún camino: ni el camino del Norte, ni el camino del Sur, ni el camino del Este, ni el camino del Oeste. Se para en una esquina y contempla a todos, su constante fluir, la belleza de su vitalidad. Mira los rostros y los cuerpos, el ritmo distinto de las horas en este enclave del mundo tan concreto y universal.


Por esa plaza camina gente de todo tipo, jóvenes y viejos, árabes y latinos, ancianos castizos que entonan con su naturalidad calmada el exotismo inquieto de las aceras donde hombres anuncio amarillos compran oro y algunos niños cubanos juegan al futbol en las calles adyacentes. Tiendas de música con las puertas abiertas, el alboroto de un mercado de barrio lleno de mercancías, los vendedores de sueños ciegos en forma de cupón de la ONCE. Los ve fluir, se siente con ellos y no escoge, feliz de estar donde está sin entrar en la vorágine.

Le resulta sencillo porque este yogui ha aprendido durante la meditación a hacer lo mismo con sus pensamientos, con sus emociones, con sus deseos. Sin moverse, en calma, atento a la respiración los ha visto transcurrir, caminar hacia el futuro o surgir desde el pasado, en forma de herida o como un deseo violento. Fluyen sus pensamientos mientras está en meditación. Pasan mientras él los ve desde la esquina de su mente con el rabillo del ojo y una sonrisa cuando la cosa marcha bien. La ira, el cansancio, la duda, el aburrimiento, el sexo, el fulgor del silencio en los instantes de contemplación, sin poner nada, el asombro... También el miedo, como siempre, de perro guardián.

Por eso ahora le es relativamente fácil acompasar la respiración y quedarse quieto en una esquina de Cuatro Caminos para mirar en calma, oler, oír, disfrutar de las gentes, de los sentimientos que también caminan con ellos, de la armonía del ritmo. Quedarse quieto, sin intervenir, sensible a los cambios, sabiendo que pone una historia cuando la pone al ver la cadencia sensual de una exótica muchacha, o sabiendo que pone ternura con un sutil sabor metálico de amenaza en la boca ante la dulce cojera y el esfuerzo sin premio de una anciana con el carrito de la compra.

Para este yogui no es difícil pararse y mirar, dejarse rodear de ruido y de vida, de historias contadas en el color de la piel o en la cadencia de un cuerpo, de la belleza de lo irrepetible o de lo instantáneo. Para este yogui lo difícil es no añadir ni un adjetivo de más, ni un juicio a lo que ve, a lo que siente: esto es bueno y esto es malo, esto me afirma y esto me niega, esto es idiota y esto es sabio, esto lo admito y esto lo rechazo.

Quedarse ahí, sin poner nada, asombrarse de cada cosa, del fluir de los vehículos que paran y arrancan como una oleada de sangre, de los tatuajes, de los cruces, de los pantalones levantacolas llevados con fantasía y orgullo, del ritmo. Sin querer nada y atento a todo porque si lo hace así sabe que eso es visión cabal, y armonía, y belleza.

Entonces Samsara es Nirvana y Nirvana es Samsara.

2 comentarios:

  1. ¡Qué difícil es hacer eso de mirar y no juzgar! Simplemente mirar y no permitir que el pensamiento tome en esa imagen su punto de partida para uno de sus muchos inútiles viajes...

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  2. Si que resulta difícil, Julia, pero si no lo conseguimos, siempre podemos ser conscientes del viaje de nuestra mente a ver que camino toma de los cuatro.

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